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"Enredaderas"

"Enredaderas"

Cuando trabajaba tenía la costumbre de desayunar en la cafetería de debajo de mi casa, al vivir en un primer piso entraba el olor con facilidad por la ventana de mi habitación y resultaba imposible resistirse. Los rayos de sol no me deslumbraban pero calentaban mi tez hasta dejarme los mofletes colorados, o eso decía mi esposa antes de darme un beso con sus labios, suaves como los pétalos de un lirio en verano, rugosos como una mazorca de maíz en invierno, pero siempre con un sabor a fresa por la pasta de dientes. Al separar su boca de la mía, lo último que notaba de ella era su melena, me acariciaba dejándome las agradables cosquillas de una fina pluma. Después, llevaba a los niños al colegio y yo me levantaba, me duchaba rápidamente con agua congelada que erizaba mi piel porque entre los tres habían agotado la caliente, luego me vestía con el canto de los pájaros de fondo que me alegraban cada mañana haciendo que pareciera primavera todo el año. Seguidamente bajaba a la cafetería, era familiar y eso hacía que fuera muy acogedora. Pero las cosas han cambiado, mi hijo se ha ido a vivir a la capital y mi hija viaja mucho por temas laborales. Sin embargo, las buenas costumbres se han mantenido, solo que ahora las disfruto en compañía.

Desde nuestra jubilación, mi mujer y yo íbamos a desayunar a la cafetería, nos invadía una fragancia exquisita a pan rústico artesano y café recién hecho, el aire tenía un delicado aroma a cereales. Elegía acomodarme en los asientos del fondo, eran blandos y aterciopelados, ideales para los fríos días de invierno. Yo pedía una taza grande de café y ella un vaso de leche, el vaso era liso, bastante común, pero la taza, aunque perfectamente redonda, tenía relieves, jugaba a imaginar los dibujos que tenían, a veces un barco, otras unas flores, pájaros... Me recordaba a cuando mis hijos pintaban de pequeños y se las ingeniaban para hacerlo con realces. Cuando las yemas de mis dedos notaban que la temperatura había bajado, mojaba mis labios, y con diminutos sorbos me lo tomaba, me gustaba tanto ese sabor tan fuerte que no le echaba azúcar, una amargura agradable que se quedaba por unas horas en tu aliento convirtiéndolo en cálido, como la tranquilidad que transmite posarse frente a la chimenea de tu hogar. Para compartir pedíamos la especialidad, un pastel de manzana que apenas hacía falta masticar porque se deshacía, estaba delicioso, dulce sin ser empalagoso, tierno, con una capa ligeramente crujiente.
Mi mujer y yo permanecíamos en silencio, escuchando disimuladamente las conversaciones de las demás personas, un hombre con la voz tosca y grave hablaba sobre política, otro con la voz rasgada se quejaba porque no le dejaban entrar en casa, una señora reñía a sus nietas que no paraban de corretear, en la mesa de al lado un joven hacía algún trabajo en su ordenador porque lo único que se escuchaba era el pulsar rápido de las teclas.

A la salida nos gustaba pasear por el parque que había al cruzar la calle, nos descalzábamos para fundirnos en la hierba fresca que nos transportaba a la libertad que el campo regala, o a los días de playa en los que dejábamos hundir nuestros pies en la orilla con la suave brisa del mar. Nos sentábamos en el césped, ella me leía algún libro y aunque fuera sobre guerra, catástrofes, fantasmas o cualquier otro tema que te mantuviera en tensión, escuchado por su voz a mí me parecía todo poesía. Cuando no me gustaba la historia, me entretenía haciendo que mis dedos se perdieran entre su pelo, ella decía que lo tenía rizado, yo le decía que eran como las enredaderas de nuestra fachada que tanto le gustaba cuidar, yo no las podía ver, pero según me las había descrito, reflejaban rebeldía y belleza.

En una ocasión, la vuelta a casa fue diferente, ella fue al mercado y yo crucé la calle para ir a preparar la comida. Subí las escaleras y me lavé las manos con un jabón que intentaba imitar sin éxito el perfume de un cítrico. Me puse a cocinar, metí todos los ingredientes en la olla y me senté a esperar, a ella le gustaban mis guisos porque le conducían a su infancia. Me satisfacía sentirme útil, ella nunca había tenido expresiones conmigo como “no puedes hacer las mismas cosas que una persona normal”, no me protegía, me ayudaba solo cuando era necesario y eso lo agradecía. Todavía no he comprendido lo que significa ser normal.
La válvula de presión de la olla comenzó a sonar y en ese mismo instante parecía que se habían caído inmensidad de armaduras al unísono junto al estallido de grandes vidrieras, había tenido lugar un accidente. Bajé todo lo rápido que pude, impregnaba el ambiente un humo pestilente que recordaba al masticar de una almendra podrida, las voces que no conseguía diferenciar a quién pertenecían aseguraban que yo era su marido.

No sé cómo acabé en una habitación de hospital, sujetando su mano. Había hablado con mucha gente pero ninguna conocida, me sentía desorientado. El pitido de la máquina que dictaba el hablar de su corazón era estridente, breve y repetitivo, para mí era peor que un interminable arañar de unas uñas en una pizarra.
Nuestro hijo tardó unas horas en llegar y nuestra hija había cogido el primer billete de avión que pudo, su madre estaba grave pero estable. El pronóstico era positivo, la médica decía que estaba bien pero necesitábamos escucharlo de su boca.

Me puse a reflexionar en la paradoja que era lo que había sucedido, quizá si yo hubiera ido con ella, habría sido más prudente, como si yo fuera sus ojos, igual que ella era mi luz.
Entró un enfermero interrumpiendo mi pensamiento que le puso un gotero para que pudiera dormir con el menor dolor posible. Al irse, acerqué la incómoda butaca para apoyarme sobre la cama, helada y rígida, acaricié su cabello enredándome en él porque haciendo eso lograba conciliar el sueño en sus días malos. A su vez, le susurré al oído unos versos de Pablo Neruda: “amor, ahora nos vamos a la casa”, me sobresalté al ver que la voz de la poesía, más melódica que nunca, me respondía: “donde la enredadera sube por las escalas”.
Un beso de lirio concluyó el verso en paz.


Soneto XXXIII

Amor, ahora nos vamos a la casa
donde la enredadera sube por las escalas:
antes que llegues tú llegó a tu dormitorio
el verano desnudo con pies de madreselva. 

Nuestros besos errantes recorrieron el mundo:
Armenia, espesa gota de miel desenterrada,
Ceylán, paloma verde, y el Yang Tsé separando
con antigua paciencia los días de las noches. 

Y ahora, bienamada, por el mar crepitante
volvemos como dos aves ciegas al muro,
al nido de la lejana primavera, 

porque el amor no puede volar sin detenerse:
al muro o a las piedras del mar van nuestras vidas,
a nuestro territorio regresaron los besos.

Cien sonetos de amor (1959), Pablo Neruda. 

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